miércoles, 23 de febrero de 2011

Duras, sus primeras etapas, fragmento

..Así pues, la primera vez que Suzanne se paseó por el barrio alto fue en cierto modo por consejo de Carmen.
..Nunca pensó que había de ser un día importante en su vida aquel en que, por primera vez, sola, a los diecisiste años, salió a descubrir una gran ciudad colonial. Ignoraba que allí reina un orden riguroso y que las categorías de sus habitantes están tan diferenciadas que uno está perdido si no alcanza a encontrarse a sí mismo en una de ellas.
..Suzanne se esforzaba en andar con naturalidad. Eran las cinco. Todavía hacía calor, pero ya había pasado el bochorno del mediodía. Las calles se llenaban poco a poco de blancos descansados por la siesta y refrescados por la ducha al atardecer. La gente la miraba. Se volvían y sonreían. Ninguna muchacha blanca de su edad deambulaba sola por las calles del barrio alto. Aquellas con las que uno se tropezaba, pasaban en pandillas, luciendo ropa deportiva. Algunas, con una raqueta de tenis bajo el brazo. Se volvían, la gente se volvía. Al volverse, sonreían. ¿De dónde saldrá esa desdichada extraviada en nuestras aceras?. Las mujeres raramente iban solas. Andaban en grupo. Suzanne se las cruzaba. En torno a todos los grupos flotaba el perfume de cigarrillos americanos, de los frescos efluvios del dinero. Todas las mujeres le parecían guapas, y su elegancia estival era un insulto a todo lo que no eran ellas. Caminaban como reinas, hablaban, se reían, hacían gestos que armonizaban con el ambiente general, que era el de una extraordinaria opulencia. El hecho se había producido gradualmente, desde que Suzanne se internó en la avenida que discurría entre la línea del tranvía y el centro del barrio alto, a continuación se había consolidado, y había ido aumentando hasta convertirse, cuando la muchacha alcanzó el centro del barrio alto, en una imperdonable realidad: hacía el ridículo y se notaba; Carmen se equivocaba. No estaba al alcance de todo el mundo caminar por aquellas calles, por aquellas acercas, entre aquellos grandes señores y aquellos hijos de reyes. No todo el mundo disponía de la misma capacidad de moverse. Ellos parecían encaminarse hacia una meta concreta, en un entorno familiar y entre personas de su clase. Ella, Suzanne, no tenía meta alguna, ni gente de su clase, y se hallaba por primera vez en aquel teatro.
..En vano intentó pensar en otra cosa.
..Seguían fijándose en ella.
..Cuando más se fijaban, más convencida estaba de que era objeto de una fealdad y una estupidez integrales. Bastó que uno solo comenzase a fijarse en ella para que de inmediato aquello se extendiera como un reguero de pólvora. Todas las personas con las que se cruzaba parecían estar ya al tanto, la ciudad entera estaba al tanto, y ella no podía hacer nada, no podía seguir sino avanzando, completamente rodeada, condenada a tropezarse con aquellas miradas clavadas en ella, con unas risas que iban en aumento, que pasaban a su lado, que la salpicaban por detrás. No se caía muerta, pero caminaba por el borde de la acerca y deseaba caerse muerta y hundirse en el arroyo. Su vergüenza subía de punto. Se odiaba, lo odiaba todo, huía de sí misma, deseaba huir de todo, deshacerse de todo. Del vestido que Carmen le había prestado, en el que se desplegaban grandes flores azules, ese vestido del Hotel Central, demasiado corto, demasiado estrecho. De aquel sombrero de paja, nadie tenía uno igual. De aquel pelo, nadie lo llevaba así. Pero eso no era nada. Lo que era despreciable era ella, de los pies a la cabeza. Lo era por sus ojos, ¿adónde arrojarlos?. Por aquellos brazos de plomo, valiente basura, por su corazón, un bicho indecente, por aquellas piernas incapaces. ¡Y paseándose con semejante bolso!, un viejo bolso de ella, aquella mala pécora, su madre, ¡ah, ojalá se muriese!. Le entraron ganas de arrojarlo al arroyo, total, para lo que había dentro. Pero no puede arrojar un bolso al arroyo. Todo el mundo hubiera acudido corriendo, se hubieran preocupado por ella. Pues perfecto. Así ella se habría dejado morir lentamente, tumbada en el arroyo, con el bolso a su lado, y no les hubiera quedado más remedio que dejar de reír.
..Su hermano, Joseph, por aquellos días, todavía regresaba a dormir al hotel. El barrio alto no era tan grande. ¿Y dónde iba a estar Joseph? Suzanne se puso a buscarlo entre la gente. Tenía la cara bañada en sudor. Se quitó el sombrero y lo sostuvo en la mano con el bolso. No encontró a Joseph, pero encontró, de repente, la entrada de un cine, un cine donde esconderse. Todavía no había empezado la sesión.
..Empezó a sonar el piano. Se apagaron las luces. Suzanne se sintió de pronto invisible, inmune, y rompió a llorar de felicidad. Aquella sala oscura de la tarde era un oasis, la noche de los solitarios, la noche artificial y democrática, la gran noche igualitaria del cine, más auténtica que la noche auténtica, más fascinante, más consoladora que todas las noches de verdad, la noche elegida, abierta a todos, brindada a todos, más generosa, más dispensadora de favores que todas las instituciones benéficas, la noche donde se consuelan todas las vergüenzas, donde van a perderse todos los desesperos, y donde toda la juventud se despoja de la espantosa mugre de la adolescencia.
.
.
Marguerite Duras (1914, Gia Dinh, Indochina - 1996, París), fragmento de su novela Un dique contra el Pacífico, 1950. En 1958, se estrena la película, dirigida por René Clément. Con el dinero obtenido por sus derechos, Duras compra su mítica casa, la casa/escritura, Neauphle-le-Château.

No hay comentarios:

Publicar un comentario