jueves, 26 de agosto de 2010

Juan Gelman sobre la poética de Olga Orozco

La indomable y feroz memoria

(Fragmentos de la presentación de Juan Gelman el día en que Olga Orozco recibe el Premio Juan Rulfo en Guadalajara, Méjico, 1998. Premio que a su vez ganaría Gelman dos años más tarde, en el 2000)

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Nadie sabe qué es la poesía. Se la describe por aproximación o imagen. La poesía es lenguaje calcinado. La poesía es un árbol sin hojas que da sombra. La poesía es palabra donde aún crepitan cenizas de lo que no alcanzó a tener nombre. Olga prefiere la definición del poeta estadounidense Howard Nemerov: “La poesía es la tentativa de apremiar a Dios para que hable”. Pero Dios está mudo y ella lo apremia sin descanso.

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Dylan Thomas explicó que nadie insistiría en este ardiente oficio de la poesía si no fuera en espera del milagro y se consolaba con Chesterton, para quien lo verdaderamente milagroso de los milagros es que a veces se producen. Olga busca algo más fascinante que el milagro, es decir, la materia que los hace. Por eso en su escritura no hay milagros: toda ella es milagrosa.

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El “yo soy otro” de Rimbaud va más allá en el “yo soy el otro” de Nerval y aún más lejos en el “somos tantos en otros” de Olga Orozco. Su poesía -que ciertos críticos obedientes al ejercicio de etiquetar, adscribieron al neorromanticismo, o al surrealismo, o a otros ismos que vagan por ahí– es desde el inicio absolutamente única y su presencia trae la felicidad. Da nombre a seres que han de esperar siglos antes de existir.

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¿Qué hace a su escritura sino el ver lo invisible? ¿Qué persigue sino la palabra que cante lo inefable? Olga ha dicho que sus poemas se aproximan invariablemente a ese centro sin golpearlo, pero sabe que no hay centro. O que ese centro “es una unidad más vasta que el universo” y pequeña para su sed. El centro está en el revés de su sed. Olga atraviesa –dice– “confusiones desconcertantes entre la pesadilla y la vigilia”, el porvenir mirado desde atrás, las madrigueras de la oscuridad que revisa para no olvidar. La poesía –avisa– “está entretejida con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias”: lo que es, lo que no es, lo que pudo ser y no fue. Por eso la poesía de Olga dice lo que dice y también dice lo que calla y de ese modo calla lo que dice con un silencio parecido al de la revelación. Como la de los grandes místicos, la experiencia de Olga se cumple en la escritura.

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Nunca se la ha visto merodear por los pasillos del poder político en busca de alguna sinecura, ni en los vericuetos de la vida literaria extendiendo la mano por un premio. No se presentó al Juan Rulfo, que un jurado sabio le acordó. Esto, que parece un rasgo de carácter, un mero dato biográfico, es un acto de escritura. “Los poetas creemos en las palabras –dice Olga– como si fueran mariposas en libertad”. Las palabras creen en los poetas, digo, cuando éstos vuelan en libertad.

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