jueves, 7 de octubre de 2010

Algunos poemas de Matar a Platón

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Un hombre es aplastado.
En este instante.
Ahora.
Un hombre es aplastado.
Hay carne reventada, hay vísceras,
líquidos que rezuman del camión y del cuerpo,
máquinas que combinan sus esencias
sobre el asfalto: extraña conjunción
de metal y tejido, lo duro con su opuesto
formando ideograma.
El hombre se ha quebrado por la cintura y hace
como una reverencia después de la función.
Nadie asistió al inicio del drama y no interesa:
lo que importa es ahora,
este instante
y la pared pintada de cal que se desconcha
sembrando de confetis el escenario.
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Está creciendo el número de los espectadores.
No como una marea, no:
como crecen los sueños
cuando el que sueña quiere saber qué se le oculta.
Crecen desde los huecos, desde los callejones,
desde la transparencia de las ventanas, desde
la trama, el argumento,
complicando la historia
ocupan las rendijas, los ojos de las tejas,
cruzan por las cornisas,
por los desagües bajan,
crecen en todas direcciones,
dispersando complican,
añaden, superponen, indagan desde dentro
lo que fuera no alcanza, gigantesco
cuerpo vampiro que procura
saberse vivo por un tiempo,
saberse vivo por más tiempo,
saberse vivo tras la página
que le invita a crecer, denso, fluido y compacto,
urdiendo sus defensas
al tiempo que investigan la manera
de saber sin sufrir,
de ver sin ser vistos.
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Hay un niño pequeño, desnudo, en el balcón.
Algo cae, oblicuo, no sé si el sol, la tarde,
o quizás sea la calzada,
el caso es que aquel niño tiene la piel dorada
en razón de la oblicuidad.
De sus dedos escapan burbujas transparentes y su risa
es agua jabonosa que resbala en el aire y cae
oblicuamente como un eco
de estrellas impacientes.
Pero el niño dorado se cansa y la madre aparece.
Ella mira hacia abajo, se endereza de golpe,
levanta al niño con la fuerza del grito que reprime
e inicia el gesto que habrá de ocultar,
en los ojos del hijo, su propio espanto.
Apenas tiene tiempo, el pequeño inmortal,
de señalar con un dedo infinito
a una paloma que pasa rozando
la reja del balcón.
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Yo no soy inocente. ¿Lo es usted?
La realidad está aquí,
desplegada. Lo real acontece
en lo abierto. Infinito. Incomparable.
Pero el ansia de repetirnos
instaura las verdades.
Toda verdad repite lo inefable,
toda idea desmiente lo-que-ocurre.
Pero las construimos
por miedo a contemplar la enorme trama
de aquello que acontece en cada instante:
todo lo que acontece se desborda
y no estamos seguros del refugio.
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Bien pensado, es posible que Platón
no sea responsable de la historia:
delegamos con gusto, por miedo o por pereza,
lo que más nos importa.

Chantal Maillard (1951, Bruselas. Reside en España). Poeta. Doctora en Filosofía. Poesía: Hainuwele, 1990. Poemas a mi muerte, 1993. Conjuros, 2001. Lógica borrosa, 2002. Matar a Platón, Tusquets, 2004. Hilos, Tusquets, 2007. Hainuwele y otros poemas, Tusquets, 2009. Prosa: Filosofía en los días críticos. Diarios 1996-1998, Pre-textos, 2001. Diarios indios, Pre-textos, 2005. Husos, Pre-textos, 2006.

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